í‰l

  Meripoza, 28

Tanta tempestad en un montí­culo tan pequeño, ese zigzagueante balanceo poní­a mis dí­as un poco más obscuros y por supuesto mucho más radiantes. Esa sonrisa podí­a iluminar hasta el anhelo más marchito. Basta un segundo para romper esa torre de ecuanimidad. La tartamudez parecí­a ser la mejor gala entre mis ropas y mi fragancia favorita estos pequeños ojos que jugaban en mi contra. Esta valí­a acompañada de desbordamiento ya no era justamente mi mayor preocupación. Era cautivante la manera en la que mi atención sin conciencia ni dominio, podí­a ser dirigida a una mueca, una palabra o una breve interacción. En realidad eso bastaba, una pequeña, sublime e inocente interacción. Incluso su silencio era fascinante. Su lúdica voz parecí­a el satí­n perfecto. Asemejaba ser una especie de triquiñuela, no habí­a lógica entre la firmeza y la fragilidad de su encantador trato. Si hubiese una definición él seria "Un caballero eminentemente práctico" citado por Dickens. Tantos dí­as por venir y aunque no tení­a certeza del futuro, sabí­a perfectamente que anhelaba escuchar cada dí­a su voz al igual que disfrutar sus maravillosos silencios. Las frases más absurdas hoy tení­an sentido. Ciertamente los matices eran iguales, todo parecí­a una hermosa fotografí­a. Al igual que otros dí­as todo tení­a el mismo ritmo pero todo tení­a un peculiar olor. Podí­a perder el aliento instantáneamente al pensar en todo lo que representa. Era la suma de toda actitud gentil y soez. Un gran agujero en el estómago que podí­a ser llenado con aquellos ojos, la imperfecta sonrisa y sobre todo aquellas destellantes alegrí­as que resonaban en una risa desmedida. Su comportamiento moderado que iba a la par de su tranquila voz, la seguridad al expresar te invitaban a contemplarlo por más de un momento. La expresión acertada serí­a un básico... "Me sabes".